Debía yo ser aún menor de edad cuando un domingo de verano, vestido con mis mejores galas, me acercaba a casa de mi amigo Oscar con la intención de comenzar la ronda de vermouths matinal. Me tropiezo con su madre, quien me agarra por el brazo implorando:.“ la Juliana está de parto, ven a ayudarme que estoy sola”. Eramos pocos e iba a parir la abuela (la vaca, en este caso).
Sobra decir que muchas vacas gastaban nombre propio en Rebollar de Ebro, aldea díscola de varias docenas de habitantes y, en aquellos tiempos, una quinientas reses lecheras. Un vecino tenía una vaca de nombre Carolina y cuando nació la primera nieta a esta la llamaron también Carolina. Si las vacas no tenína nombre propio, se las trataba de “morena” o “rubia” por razones de su pelaje. Eso también explicaba la familiaridad con la que algunos de mis amigos vaqueros perseguían el ganado femenino durante nuestras incursiones nocturnas en las discotecas de las ciudades próximas (Reinosa o Aguilar de Campoó) y por lo que más de uno se llevó una bofetada en lugar de una coz.
En fin, que me pierdo. Les decía que allí estaba la vaca Juliana, postrada en su cuadra con notable dolor, las pezuñas de su hija vaquita asomando a este mundo, excremento por todas partes y yo, petrificado vestido inmaculado de marinero. La madre de mi amigo aplicó jabón de largarto en los bordes de la dilatada vagina de la vaca , le ató una cuerda a las pezuñas de la ternerita, me dió el otro extremo y me dijo: tira cuando te diga.
“Y así vió la luz del día una criatura más”, terminé contando a mi audiencia. "Cuentan estas horas de vuelo?"
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