No hace falta que presente a (Sir) Paul McCartney. Una vez le pillaron con sus amigachos músicos cruzando un paso de cebra en Londres y de allí al olimpo de los dioses. Carita de ángel de día, insoportable de noche. Su mujer, encarnizada vegetariana, murió de cáncer y el pobre Paul sufría su viudedad en la soledad de la fama. Los ricos también lloran.

Los tortolitos se casaron, comieron perdices, fueron felices y engendraron una vástaga. Sin embargo el viento cambió de dirección, la relación se tornó agria, el Paul le cambió las cerraduras de casa, la prensa empezó a sacar la ropa sucia, se retaron a través de los abogados más caros y fueron incapaces de llegar a un divorcio amistoso. Mientras tanto, todo un país y sus inmigrantes siguiendo los dimes y diretes del caso como si de una telenovela venezolana se tratara.
El tema llega al juzgado. La Heather dice que el Paul tiene una fortuna de 800 millones de libras (1.200 millones de euros) y que ella quiere 120 millones p’ salir p’lante. No sé dónde debe comprar el pan esta mujer. Además despide a sus abogados que le están costando un ojo de la cara (lo de la pierna sucedió antes) y decide representarse a sí misma. La mujer caminará con una protésis de plástico pero no me negarán que no tiene dos cojones.

Pero esto no es todo. La Mills sale del juicio jubilante, la rodean doscientos periodistas y, en vez de sacar un papelito del bolsillo y leer un comunicado inocuo como hace todo el mundo en estos casos, empiezan a salir culebras de aquella boquita dando cera al tocapianos de su ex y a todo bicho viviente.
A estas horas seguro que está llamando a Sarah Ferguson y Paul Burrell, entre otros, para entrar en el circuito americano de conferencias.
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