miércoles, 15 de agosto de 2007

La teoría de la cuchara

Parecía que ingleses y españoles estábamos en un funeral, más que en una cena de cumpleaños en aquel restaurante español en el barrio rico de Reading. Y la guinda al postre la ponía quien se incorporó tarde, pidió una cerveza, declinó ojear el menú pero empezó a comer los restos de las tapas que aún poblaban la mesa. “Este no va a pagar”, pensamos varios en silencio, que a estas alturas de la vida ya sabemos de qué pie cojeamos cada uno y dónde más nos duele. Y aquel era un jeta a quien le duele cuando le tocan el bolsillo.

Perdido en esos y otros pensamientos me quedé embelesado mirando cómo el sujeto empuñaba la cuchara (una cuchara sopera, no de postre) con la que nos desposeía de nuestra comida. La sujetaba al principio del mango, muy cerca de la cabeza, de forma un tanto primitiva, como cuando quieres escarbar con fuerza en tierra dura. Entonces me vino a la memoria mi teoría de la cuchara.

Recuerdo cuando, hace cuatro años, volviendo de un viaje de negocios de un remoto lugar de los Estados Unidos, mi jefe se quejaba de que el director comercial al que habíamos intentando
venderle la burra era un tipo inescrutable, quien se hacía difícil adivinar por dónde respiraba. Entonces le comenté: “Te has fijado cómo agarraba la cuchara durante la comida?” Mi superior se quedó mirándome perplejo, como pensando: “Vaya pérdida de espacio y dinero que es este saco de carne español”.

No trataba de juzgar sus maneras al mantel, sino de interpretar un hábito que se aprende de muy pequeño y probablemente de forma inconsciente como es el utilizar los utensilios para comer. En un restaurante de copetín, aquel cliente también asía la cuchara de forma aparentemente rudimentaria y, no me pregunten porqué, aquello me sugería que el hombre se lo había currado mucho para llegar donde estaba, que no había nacido con un pan debajo del brazo (o con una cuchara de plata en la boca, como, hablando de cucharas, lo traducirían por estas latitudes). Viéndole usar la cuchara, se me antojaba que el tipo apreciaba el trabajo duro y las
cosas claras y el chocolate espeso.

No me extrañaba que por aquel entonces mi jefe, con su relamido acento de Windsor, su falta de contacto visual y su humor estúpido para muy inteligentes no congraciara muy bien con aquel guatemalteco de pasaporte norteamericano y directivo de una de las empresas privadas más grandes del país.

Por cierto, el de la cuchara de la celebración del cumpleaños abandonó la sobremesa sin pagar, como era previsible, aunque eso no creo que tenga que ver con lo otro.

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