Me encontraba celebrando la enésima fiesta de Navidad. Hace unos días tocó cenar con los del equipo, al día siguiente con los departamento, luego con unos amigos, más tarde con otros amigos que no conocen a los anteriores, ayer con Jose para recoger el turrón que me ha traido de España, mañana con … ya he perdido la cuenta de tanta farándula. Me rio yo de los corredores de maratón si tuvieran el calendario festivo tran apretado como lo tenemos los no-deportistas cuando llega la Navidad.
Hoy tocaba tomar unas cervecillas con los españoles de la empresa en el moderno pub de la esquina. Bueno, de los siete que llegamos al pub solo dos eramos españoles. Ya se imaginan la retahila de excusas de última hora de los compatriotas: que si una tenía que dar de comer al gato, que si otro debía de entretener a los suegros, y así un largo etcétera. Todo muy latino. Al final nos juntamos un suizo, un sueco, un belga, un holandés y una peruana, además de los dos ibéricos, con perdón de Portugal. Vamos, como si fuésemos una misión de paz de la ONU.
La mayoría solo llevaba unos meses por estos lares y yo apenas les conocía. La conversación, en inglés esperanto, era banal pero entretenida y estaba regada por dosis moderadas de alcohol. El belga reía afable, el suizo me manoseaba con la familiaridad con la que se trata a un primo segundo y el holandés miraba con incredulidad la exposición de tangas de las nativas que nos rodeaban en aquella fría tarde de invierno. Fue entonces cuando se acercó mi paisano y me susurró al oido: “A que de vez en cuando uno echa de menos estar entre gente normal?”
Tampoco es para tanto…
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