Si ahora cuento a cualquiera de mis vecinos en esta salita de espera que hace dos días paseaba mi esqueleto entre templos helenos en Sicilia me van a tomar por imbécil, más que por mentiroso.
De vuelta a la normalidad, esto es, tirado en una estación de tren como un perro (conocen Birmingham? No? Eso que se ahorran) con un pseudo-cappuccino de medio litro a precio de oro en una miserable noche de invierno y solo cuatro gatos como únicas almas vivientas a tiro de piedra. Ding-dong, las seis de la tarde (medianoche inglesa), hora de convertirse en calabaza.
Adiós al cielo azul siciliano, los 22 grados en Noviembre, una orografía fantástica, el bullicio de las 8 de la tarde y los cafés como dios manda. Claro, que de vacaciones todo parece distinto.
Voy a reprimir las ganas de contar mi vacaciones – aunque las vacaciones son para eso, para contarlas, más que disfrutarlas, sobre todo si el prójimo ha estado puteado trabajando en la oficina sufriendo un clima de perros. Mal que bien pude entenderme con los italianinis y visto el comportamiento de los nativos, la verdad es que somos primos hermanos.
Recuerdo que un día, comiendo en la terraza de un concurrido restaurante en Siracusa, se dió la casualidad de que tres de las mesas que nos rodeaban celebraban cumpleaños, (16, 35 y 47 años). Nosotros metiéndole un bocao a un pez espada y a nuestro alrededor los decibilios aumentaban, se soplaron mil velas, entre tanta fiesta se felicitaron por mi embarazo y al final acabamos siendo una mesa grande de cuatro familias, con la bimba, los bambinos, las ragazzi, la mamma, la madonna, y la madre que los parió. Solo faltaba la Rafaela Carrá. Si me dicen que aquello era una terraza en Valencia también me lo creo.
Mal que bien pude entenderme con los italianinis hasta que llegó la hora de las despedidas y, por ende, los besuqueos, los abrazos, el toqueteo de la barriguita, etc. Estaba yo ya en el umbral de la puerta, despidiéndome una vez más como lo hace el Papa desde la escalerilla del avión, y oía que me gritaban “Attenzione a la testa, la testa!!” Yo pensaba “qué leches estaréis diciendo” y fue girarme y dejarme los cuernos en el marco de la puerta. “La testa, la testa!!” decían echándose las manos a la cabeza, como simpatizando con mi dolor.
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