domingo, 18 de febrero de 2007

Cuatro bodas y un funeral


El fin de semana fue muy social y su pináculo fue la comida con la que nos agasajaron Paul y Charlotte el domingo. Mantenemos una buena amistad con ellos, aún viva después de asistir a su boda y pasar por uno de los momentos más embarazosos de mi vida en este exilio voluntario.

Aún hoy lo recuerdo con dolor. Fuimos convidados a la ceremonia religiosa en un coqueto pueblecito del suroeste de Inglaterra para más tarde asistir a una recepción nocturna. El evento tenía todos los ingredientes de un bodorrio: ellos de chaqué, ellas con pamelas, damas de honor a doquier, Rolls Royce en la puerta, y nosotros dos, representantes de la España divisible con buen rollo y de la Europa del euro, aportando el toque internacional al asunto.

Terminó la ceremonia, sacamos las fotos de rigor y abordamos un magnífico autobús rojo de dos pisos - como esos que circulan por Londres - que nos condujo por caminos agrestes hasta un paisaje idílico de la Inglaterra rural coronado por un palacio. Y allí estaba yo, paseando por los jardines de la finca en plan Hugh Grant en “Cuatro bodas y un funeral”, sumido en pensamientos del estilo “hay que ver qué bien se lo montan estos cabrones”, cuando vuelve mi media naranja de curiosear por los alrededores y murmura alarmada: “Me parece que no estábamos invitados a esto”. Tierra trágame.

Entonces todo encajó perfectamente. Teníamos que haber tomado otro autobús que partía cuatro horas más tarde con otro grupo de invitados. El banquete era para la familia y los muy allegados. A nosotros nos faltaba el “muy”. Allá estábamos, a kilómetros de la civilización, en la cima de una colina sin posibilidad real de darnos la vuelta. “Me caguen la sota de oros, los autobuses de rojo, la letra pequeña de las invitaciones de boda y el árbitro egipcio del España-Corea del Sur.” De perdidos, al río. Tocaba buscar al padrino, presentar nuestras más sinceras disculpas, bajar la cabeza, enfundarse las orejas de burro y escribir en la pizarra mil veces “Soy tonto, soy tonto, soy tonto”.

“No hay problema, todo está arreglado” dijo el padrino condescendiente, entre divertido y resignado. Ya le habían percatado de la situación. Para entonces hasta en Scotland Yard estaban al tanto de nuestra ingenua metedura de pata. Nos sentaron en lugares separados, a mí con las íntimas de ella y sus maridos o prometidos, suportando inmóvil las sutiles estocadas inmisericordes de éstos, que hubo un tiempo que uno las dio a mandobles pero aquel día tocaba recibirlas. Quien a espada mata, a espada muere.

Pero todo estuvo a un tris de ir a peor. De sobra es conocida la afición de los ingleses por las apuestas y, en aquella ocasión, la excusa era adivinar cuánto duraría el discurso del padrino. Se recaudaron más de 100 libras (150 euros) que serían para aquel que quedara más cerca. Mi pronóstico quedó anotado en 8 minutos y 49 segundos.

A los postres, el padrino leyó nervioso el discurso y la expectación a su término era patente. Tiempo oficial: 8 min. 43 seg. Enterré la cabeza en mis manos y me dije “No puede ser, encima de haberme apuntado de gorra a la fiesta, me llevo su dinero. Aquí me linchan”. Cuál fue mi sorpresa cuando se pronunció el nombre del ganador, que resultó ser una chica que dijo 8min. 40 seg. Nunca quedé más aliviado por haber dejado escapar la oportunidad de ser un poco menos pobre.

No hay comentarios: