martes, 13 de febrero de 2007

Hospitalidad española

Me llamó un amiguete español hace unos días preguntándome si conocía a algún fontanero de confianza. “Me temo que no y, solo de pensar en la visita de uno, me tiemblan las piernas”, le dije desconfiado. Un par de días más tarde me comentó su experiencia.

Llamó a dos, uno le cobraba 50 libras (75 euros) y otro 30 (45 euros) por media hora de avería e hizo venir al más económico. Mientras el tipo se entretenía en la reparación, suele ser cortesía ofrecer una taza de té y la consabido retahíla de “con leche-y-azúcar? Sí-por-favor, muchas-gracias, no-hay-de-qué”. Pero quién dijo aguachirri cuando se trata de un hogar español. Allí estaba mi amigo cortando jamón y queso de tetilla, y el sujeto, en la cincuentena, de Liverpool, católico de origen irlandés – no como estos herejes -, recordando la primera vez que fue a España en 1967, sus frecuentes visitas a Nerja, y cuánto ha cambiado, que vaya carreteras que había entonces y quién reconoce ahora el aeropuerto de Málaga.

El fontanero, cuyo nombre desconozco, se marchó hora y media más tarde tras animada conversación, bien comido y bien bebido, y me juego las pesetas a que ese día, con los amigos en el pub, les contaría la historia de tan entrañable hospitalidad, apuraría su pinta de cerveza y concluiría “qué bien viven los españoles y qué buena gente son”. Para muestra, un botón.

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