martes, 20 de marzo de 2007

La culpa es de Seikspi

Ayer comenzó mi peregrinaje de entrevistas de trabajo, un acto de confesión y contricción al mismo tiempo donde uno, como alma que vaga en pena, purga los pecados de su vida anterior ante un completo desconocido sin cortinilla de por medio. Señor, qué habré hecho yo para merecer esto.

Me recibe un chaval de mi edad, flaco, canoso y de mirada inquisitiva. Ingeniero. Al menos no pertenecía a esa banda de Recursos Humanos que cuentan cuántas veces tragas saliva antes de responder y si cruzas las piernas porque tuviste una infancia muy triste. La entrevista era de esas donde el entrevistador explora “comportamientos” (behavioural interview). Te preguntan, por ejemplo: “Describe una situación donde estuviste ante una presión muy fuerte y cómo lo afrontaste“ o “pon un ejemplo real donde utilizaste tus habilidades analíticas para resolver un problema”. Todo muy científico, como pueden ver. Además de ser listo, hay que parecerlo.

Primera pregunta: “Háblame un poco sobre ti: quién es Javier y qué es lo que hace fuera del trabajo”. Uno entonces cierra los ojos por un microsegundo y murmura: “qué injusta es la vida y qué poco me quejo”. Las similitudes entre una entrevista de trabajo y una cita amorosa parecen ser muchas y aquello me recordaba al “Verdad, beso o consecuencia” adolescente. “Espera que llegue mi turno…” – mascullaba para mis adentros

Se sucedían las preguntas, las respuestas, los ejemplos, las aclaraciones y todo iba sobre ruedas. Los dos estábamos en la misma onda. El tipo no paraba de cabecear con aprobación. “Le gusto, está en el bote, de hoy no pasa…” Pero lo bueno dura poco, a todo Titanic le llega su San Martin y aquel iceberg me estaba esperando a la vuelta de la esquina.

“Dime una debilidad tuya”. La pregunta es típica en estas situaciones. A veces me han dado ganas de contestar: “el chocolate” o “las chicas de pelo corto”, pero tampoco es cosa de tensar mucho la cuerda, que luego se rompe. Habiendo hecho los deberes de antemano respondí con gracia: “Soy muy hands-on” (práctico, de manos a la obra). No tiene porqué ser cierto, pero la descripción del puesto de trabajo invitaba a tal defecto y eso es lo que hay, que la hipoteca estába llamando a la puerta.

La respuesta en sí no era mala pero, en inglés, debí poner el acento a la sílaba incorrecta y pronunciar los letras equivocadas porque el flaco ingeniero entendió que yo me definía como “handsome” (elegante, hermoso). Vaya cagada. De allí, cuesta abajo y sin frenos.

“De verdad? (Really?). Y eso quien lo dice?” – preguntó sorprendido levantando la vista de su cuaderno. Y yo, ajeno como él al malentendido, le empiezo a contar las innumerables personas que opinan aquello sobre mí y las situaciones en las que tal imperfección en realidad había contribuido al éxito de mis proyectos y un largo etcétera que me ahorraré por verguenza torera. O sea, me hundía más en el fango con cada explicación que daba. Para entonces yo creo que el entrevistador pensaba que mi experiencia laboral había transcurrido en un baño turco gay de la N-IV a la altura del kilómetro 14.5. Ahora me explico que fuera empujando su silla hacia atrás poniendo cada vez mayor distancia entre nosotros.

Todavía ajeno a la confusión pronuncié de nuevo la famosa palabrita de los cojones (hands-on) aunque entonces con la entonación correcta y con todas las letritas en su sitio. “Ahh, dices hands-on” - brincó de su asiento. Y fue entonces cuando caí en la cuenta del embrollo.

Había que buscar una salida digna. Una de dos: o admitía mi falta y delataba mi ineptitud fonética o ponía cara de póker y continuaba dándole al palique, como si la culpa fuera de su otorrino. Y esto hice, que la sanidad británica tiene muy mala fama.

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