jueves, 29 de marzo de 2007

Por el forro de...

Ya sea por handsome o por hands-on pero me llamaron para hacer la segunda y definitiva prueba del trabajo que llevo persiguiendo durante las dos últimas semanas. No se podía escapar. Iba preparado por tierra, mar y aire ante cualquier eventualidad. Bueno, no ante cualquiera.

El sentido común sugiere que hay que llegar a las entrevistas con media hora de adelanto, por si las moscas. No cabe llegar tarde. En Inglaterra, las moscas son las incomprensibles ineficiencias del ferrocarril, con lo que uno parte con tal adelanto que acaba merodeando por los alrededores de la cita una hora larga, como buitre en espera de la defunción de su presa, con más impaciencia que si la parienta estuviese en el paritorio.

Cinco minutos antes de la hora H en el lugar L del primaveral día D, me atuso el nudo de la corbata, compruebo que los zapatos están limpios y que tengo la bragueta cerrada y me encamino hacia la entrada principal. Una cosa más: hay que apagar el teléfono móvil…. “Dónde coño he guardado el móvil?” Registro los bolsillos del pantalón, la camisa, la americana, el abrigo, la cartera… Joder, no lo encuentro. Vuelvo a revisar los trece bolsillos contados; no aparece. Imposible, no puede ser. Sería imperdonable que en mitad de la entrevista sonara el maldito móvil.

Entonces decido meterme en la cabina de enfrente y llamarme a mí mismo. Triste pero cierto. No tengo suelto así que introduzco una libra (1.5 euros) para oir mi propio celular. Da tono y la musiquita se oye muy cerca. Está dentro mío. No paro de palparme en un vano ejercicio de onanismo. Al final lo encuentro; se ha colado por el forro de la americana y hace un bulto en la espalda. Hay que joderse. Yo lo que necesito no es un trabajo, es un sastre.

Afuera hay un niño con su madre esperando el autobús. El zagal no para de mirarme. Como empiece a quitarme la ropa va a pensar que superman va a salir de la cabina en segundos. Tampoco solucionaría el tema porque no he encontrado el agujero por el que se ha colado. Faltan dos minutos para la entrevista y decido cortar por lo sano, nunca mejor dicho. Cojo las llaves de casa, las meto al bolsillo de la americana y rasgo el forro para alcanzar el maldito móvil, que a esas alturas ya no era “el maldito móvil” sino el “maldito móvil de los cojones”.

Acabo llegando a la entrevista dos minutos tarde, después de haber esperado casi una hora en los alrededores, y con una libra de menos que la cabina engulló porque salió el contestador.

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